Antes del siglo XVIII, las naciones eran
comunidades de procedencia, integradas geográficamente y que compartían
un idioma y tradiciones y costumbres comunes. Pero no por ello
pretendían poder político alguno. Es el nacionalismo el que da el salto
del linaje o la lengua a la política. Y ahí está el problema, porque ya
no hablamos de derechos y deberes, sino de herencias, leyendas y
banderas. Su fuerza radica en su habilidad para construir un sentimiento
de identidad entre las personas al margen o por encima de otras
lealtades colectivas tradicionales. De ahí la importancia hoy de las mal
llamadas televisiones públicas. Pero el estado democrático, aunque
también requiere lealtad y sentido de pertenencia, no tiene su origen en
la lengua o en los genes, sino que es fruto de la voluntad común, del
acuerdo por el que todos dejamos parte de nuestro poder en manos de un
mismo orden legal. El estado aparece como el garante de la ley y por eso
es político por naturaleza: necesita poder para tomar decisiones que
vinculen a todos, para lograr una sociedad justa
Ambas
realidades son necesarias y complementarias, pero no acaban de
entenderse. En mi opinión, un estado federal es la mejor solución para
un estado plural con diferentes nacionalidades. Pero la palabra estado
implica, si es democrático, igualdad de derechos y deberes, de recursos y
responsabilidades. No puede haber un federalismo asimétrico igual que
no puede haber una justicia que no sea igual para todos. No sería ya
justicia. Asimetría es lo que ya tenemos. ¡Qué nos pregunten a los
valencianos!
Domingo García-Marzá. El Periódico Mediterráneo. (15/09/2017)
El texto se puede consultar en la versión digital del Periódico Mediterráneo:
http://www.elperiodicomediterraneo.com/noticias/contra/estado-nacion_1093312.html
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